Cargando

Ángel Benito JaénCatedrático y Decano de la Universidad Complutense de Madrid

Ángel Benito con el hijo de Botí. Madrid, 1990.

El pintor no debe llevar al lienzo lo que ve, sino lo que se verá».
Paul Valéry

Tal he pensado yo siempre que me he puesto delante de una obra de Rafael Botí. Delante de un paisaje abierto, de un bodegón, de una arquitectura, de unas flores del maestro cordobés, el espectador tiene la sensación de que el pintor, escondiendo sus maneras para no delatarse, ha puesto todo su esfuerzo para mirar con nuestra mirada. Sus obras, a lo largo de más de setenta años de pintor profesional, aunque sean rotundas y estén acabadas, son siempre un cúmulo abierto de sugerencias, como si Botí hubiera hecho suyas las palabras de Valéry: la obra será aquello que se verá. Es tanto como pintar para los demás, para la eternidad, si así quiere decirse; aunque, como es lógico y ocurre con todos los grandes artistas, las obras salidas de su ingenio y de su visión del mundo, serán siempre «sus obras».

Un pintor andaluz

En la extraordinaria e inabarcable nómina de artistas que Andalucía ha aportado al conjunto del arte español, Rafael Botí ocupa un lugar especialísimo en la pintura hecha entre nosotros a lo largo de este siglo. La vinculación de la obra de Botí con Andalucía a través de una pintura tan luminosa, le viene de sus raíces en su ciudad natal, Córdoba: «Me gusta de Córdoba», dice él mismo, «el silencio que hay en sus calles y ese aroma que viene del campo, que es una lástima que no pueda expresarse con todos los recursos de la paleta del pintor. Córdoba tiene tres colores fundamentales: el blanco de la cal, el ocre y el azul. Con estos tres colores se puede pintar todo».

Cuando los tres colores cordobeses habilitan para pintarlo todo, Rafael Botí está confesando la fuerza de sus raíces vitales y el motor de sus convicciones artísticas; es cordobés sobre todo, como ha señalado Campoy, uno de los estudiosos más detenidos en la obra del pintor: «El pintor Rafael Botí es cordobés, y esté donde esté, y pinte lo que pinte, el pintor Rafael Botí está siempre en Córdoba, y todo lo que pinta de Córdoba es... Él está en Córdoba y Córdoba va con él. Una y otro se acompañan inmarcesiblemente... Su vida, toda su vida es un huerto de recuerdos cordobeses, de canciones, de voces familiares, de plazuelas, de lindas muchachas lejanas... Para el pintor, Córdoba permanece eternamente iluminada».

La presencia de lo cordobés con sus claridades y su entendimiento lineal de la vida y de las cosas, ha estado siempre viva en su pintura, de tal manera que, obras pintadas después de 1980, parecen recreaciones de otras interpretaciones suyas de la juventud: un mismo mensaje interior está presente en todas como si el artista hubiera firmado, bien joven, un credo de perennidad. Sólo así, y con un trabajo siempre enriquecido en el esfuerzo y en la depuración, Botí puede ser presentado como el renovador contemporáneo de la pintura de paisaje de su ciudad: «Para Rafael Botí, el paisaje de Córdoba no va a tener ya el sentido de la vista setecentista, ni el de la embocadura pintoresca del fondo ochocentista, ni el del fragmento alegórico o simbólico regionalista, sino que constituirá un campo infinito de experiencias en último extremo encaminadas a la patentización de la exclusiva emoción interior».

Esta fuerza interior del pintor –que se da siempre en todo verdadero artista– preside su obra entera y viene a ser como una línea imaginaria que proporciona una gran unidad a toda la obra pictórica de Botí y que nos ha dejado, con el correr de sus largos años de pintor, una pintura claramente definida, alejada, a partir de su fuerza interior, de los vientos y de las modas.

«Considerada la obra de Rafael Botí en sus aspectos totales», dice Mario Antolín, «podemos señalar que se encuentra fuera de las modas o los movimientos que únicamente pretenden conectar con las demandas de un momento determinado y, como tal, pasajero. Sus cuadros pueden verse hoy con la misma emoción que se verán mañana o con la que pudieron contemplarse hace cincuenta años».

Y bien que lo sabía el pintor cuando habla de sus recetas para pintar: «Pintar ha sido siempre para mí una necesidad, pero me traía sin cuidado lo que se llevaba... Yo pinto del natural; o tomo notas escritas que me ayuden a comprender el asunto: esto sobra, lo otro falta».

Debemos insistir, Rafael Botí ahonda la definición clara de su pintura en su tierra andaluza, en su amada ciudad de Córdoba. Así lo vio también un gran poeta, enamorado de Córdoba y cordobés de adopción, Antonio Gala: «Admiro profundamente... Ia pintura de Rafael Botí porque ha conseguido un evidente paralelo con mi Andalucía, que es la suya: alegre, en cuanto sabe que no morirá nunca; melancólica, en cuanto siente nostalgia, ante lo que es, de lo que fue y de lo que debió ser».


Maneras, estilo, obra

¿Cómo es la obra de este pintor andaluz? ¿De dónde arranca? ¿Cuáles son los secretos de su técnica, su manejo del color, su enamoramiento de la claridad? ¿De dónde arranca su sentido de la armonía?

Sin duda, la obra de Rafael Botí es fruto de su propia vida. Se da un exacto paralelismo entre la placidez de su vida personal y ese aire de tranquilidad y de sosiego que preside toda su pintura. Su manera de pintar –el modo como ejecutaba sus cuadros– y su estilo –el carácter propio que todo artista comunica a su obra– viene de su primera educación, en una ciudadmuseo y con maestros experimentados en el arte de la pintura. Pero, la serenidad interior que emana de todas sus pinturas, es fruto de la persona, de sí mismo y de la propia formación de su personalidad. Y aquí nos encontramos con la música, la otra profesión de Botí, su otro arte.

En este sentido, dice A.M. Campoy: «Las manos de Rafael Botí también deben su educada sensibilidad al violín, del que ha sido profesor sinfónico largos años de su vida, dibujando con el arco ritmos y armonías. Habría que estudiar estas relaciones entre instrumentos musicales y pintura, en Ingres, en Botí, en Juan de Echevarría –pianista animado por Albéniz–, en los que coloratura y cromatismo pueden tener mucho que ver con sus dedos educados, con su sentimiento musical».

Sin duda, que sus estudios en el Conservatorio de Música cordobés, paralelos a sus primeros aprendizajes de pintor con Romero de Torres y otros artistas de su ciudad, están en la base de su formación y de su vocación y desarrollo estéticos.

Tal consideración musical de la obra de Botí la vio también su gran maestro, el también andaluz, onubense, Daniel Vázquez Díaz: «Su doble sensibilidad de músico y pintor le hace percibir la música del paisaje y el canto del mirlo que acompaña su silencio mientras pinta. Este pintor tiene un violín que deja en casa cuando viene al campo, para oír la melodía de los cielos... Cuando Rafael Botí va a pintar el paisaje elegido, siempre le acompaña un pájaro. En nuestro país sólo hay un pintor de esta pureza: Regoyos en sus pequeños paisajes franciscanos».

El magisterio de Daniel Vázquez Díaz en la obra de Rafael Botí fue decisivo, tanto en la construcción de sus cuadros como en el amplio contenido de los colores, más vivos que en la obra de su maestro, al que conoció en 1919, un año escaso después de la instalación de Vázquez Díaz en Madrid a su vuelta de París. El contacto con el pintor onubense, como se ha dicho tantas veces, fue decisivo para Rafael Botí, que recibirá las lecciones del maestro rodeado de un grupo de jóvenes artistas que luego serían notabilísimos en la pintura española: Díaz Caneja, Rodríguez Acosta, José Caballero y tantos otros.

Rafael Botí visitó una exposición de Vázquez Díaz, vuelto de París, en 1918, celebrada en la delegación madrileña del diario argentino La Nación, tan mal recibida por la critica como la que el onubense había presentado antes en el Salón Lacoste. De aquel conocimiento de la pintura de Vázquez Díaz, Rafael Botí ha contado su solidaridad con su futuro maestro, cuya obra admiró desde el primer momento: «Entré en la sala sin prejuicios, a pesar de las atrocidades que había oído, y ante el retrato de Ruben Darío me convertí, ya para siempre, en admirador fanático de Vázquez Díaz, a quien aún no conocía personalmente. Este gran retrato fue para mí una revelación profunda».

La consecuencia de esta admiración incontenible por la obra del onubense, explica muchas claves de la pintura de Botí. Rafael Botí es un arquitecto rectilíneo de interiores y exteriores. Para los interiores, al modo de Vázquez Díaz, consigue la profundidad de las estancias con la misma contraposición de planos de distintos tonos, en los que la luz viene siempre del mismo lado, para aumentar aún más el sentido de la profundidad.

En los exteriores –fachadas de iglesias o de ermitas, callejas de Córdoba o de La Mancha, conventos–, es también la luz la clave para señalar los volúmenes: para marear sombras que alargan los objetos y para subrayar la verticalidad de las fachadas, rotas en planos que hacen ganar perspectivas al lienzo. En ambos casos está presente el magisterio de Vázquez Díaz, notable en obras muy señaladas de Rafael Botí: Córdoba mora, 1926; La puerta del convento de Santa Isabel, 1929; Nocturno manchego, 1950, y tantos otros. En los paisajes abiertos, aunque está presente la serenidad de Regoyos ya señalada, es la lección de Vázquez Díaz la que se hace con el magisterio, así en algunas marinas del Cantábrico o del Mediterráneo, con la sucesión de planos –del llano al monte– y estructurado el cuadro en torno a casas y objetos, que no son más que pretextos para pintar el paisaje abierto que está detrás.

Con respecto a Vázquez Díaz, la obra de Botí es más clara y más traspasada por el sentimiento su visión de la realidad, con unos toques de ingenuismo muy personales. Camón Aznar contó que: «Vázquez Díaz lo incluye entre los nabis, con su visión como reciente y emocionada de las cosas... Hay en sus creaciones un claro proceso hacia una mayor simplificación, con una espontaneidad de tipo postimpresionista en la captación de los paisajes que, de una manera fresca y espontánea, recoge en sus lienzos».

Ya hemos señalado que, en cuanto al uso de los colores, Botí es contenido como Vázquez Díaz, pero que los usa más vivos y más variados también. Así, cuando pinta flores o jardines, cuando refuerza sus verdes en los paisajes vascos, variadísimos en tonalidades que van desde el verde celeste al verde ennegrecido. También sus azules pueden ser fuertes, combinados con la gama tan variada de su paleta; una paleta riquísima, que, con el correr de los años, se calienta con tonos más acogedores, alejados de los colores fríos de sus marinas del norte.

Tras la claridad de su Córdoba natal, la luz se enseñorea de sus pinturas, confesado así por el pintor cuando se enamora de la luz de Madrid: «La luz de Madrid», dice Botí, «es una de las más bellas y finas del mundo, aún más que la luz. No me ha ocurrido a mí lo que a Darío de Regoyos cuando se trasladó del Norte a Andalucía: la luz le cegaba y no podía pintar. El aire de Madrid, aun con la moderna polución atmosférica, es en algunos sectores maravilloso».

La referencia a la luz más fina, más clara, para algún crítico le emparenta con los novecentistas catalanes: «Hay en la pintura de Rafael Botí esa aspiración a la claridad, la serenidad y el equilibrio que distinguió a los novecentistas catalanes, más o menos d’orsianos o suñeyranos».

Y, ¿cómo se concretan estas consideraciones teóricas en esta exposición de Córdoba, de 1997?


Cien lecciones de un maestro

En el Diccionario de pintores españoles que se está publicando este mismo año de 1997, se sintetiza toda la obra de Rafael Botí de la siguiente manera: «Su modo de hacer muy sereno y complaciente, en una línea figurativa en la que la materia adquiere buena parte de su importancia por la yuxtaposición de tonos y acumulación de pinceladas... Su pintura es serena, reposada, destilación emocional de un espíritu bienquistado con la armonía».

Se califica así a Botí como un pintor figurativo, cuya obra está inspirada en un sentimiento armónico que produce una obra serena, tranquila y reposada. En cuanto a la técnica, la pintura de Rafael Botí, maciza en sus abundantes pinceladas, es vista, especialmente, en función de la yuxtaposición de tonos, en los que la rica materia empleada consigue obras de gran rotundidad diríamos.

Materia y figuración serena, que están a caballo de un entendimiento de los temas al modo de los primitivos, bajo la cobertura de una técnica muy puesta al día: «Sobre esta virtud de la simpatía», dice Gil Fillol, «la pintura de Rafael Botí tiene el encanto de la técnica. La técnica moderna ha resucitado a los primitivos. Ha hecho que los primitivos nos gusten otra vez. Después del paisaje naturalista hemos vuelto sin ningún esfuerzo al paisaje ingenuo y fantástico del siglo XI».

El encanto de los primitivos puede evocarse, sin duda, en la mayoría de las obras que componen esta exposición, desde la primera pintura catalogable, Entrada al Santuario de la Fuensanta, Córdoba, 1917, hasta las Flores, 1991, en las que la técnica de manchas de color contrastadas, conseguidas con valientes pinceladas, es heredera, sin embargo, de momentos cumbres del mejor expresionismo.

Cuando nos ponemos delante de La estación de Atocha (Madrid, 1925) y hoy en el Museo Municipal de Madrid, advertimos que el pintor recurre a un ingenuismo bellísimo, de corte parisino de preguerra, pero que algún autor identifica con Regoyos, una vez más: «Rafael Botí, al margen o por encima de unas apreturas formativas que culminaron junto a Vázquez Díaz, es un pintor per natura, capaz de conjuntar en sus lienzos la gracia de un ingenuismo de la mejor estirpe de Regoyos con la sapiencia de unas geometrizadas planificaciones contagiadas por su gran maestro onubense».

En esta exposición, su maestro, Vázquez Díaz, está presente en casi todos los paisajes de Botí, en los interiores y en algunos nocturnos que el pintor de Córdoba consigue aún con más fuerza que el maestro. Y me refiero a Nocturno del Cristo, de 1970, en el que se adivina la huella del Vázquez Díaz de Las ciudades mártires y de algún Crucificado dibujado por el onubense. En sus paisajes, Rafael Botí –y lo vemos en esta exposición– es un discípulo aventajado y personalísimo de Vázquez Díaz.

De todos los paisajes expuestos hoy en Córdoba, El canal de Fuenterrabía (1926), El Bidasoa (1926), Desde mi ventana de Deusto (1925), son las obras en las que surgen las maneras de Vázquez Díaz, sobre todo en el empleo del color, los verdes, especialmente. En El Bidasoa, los montes que llenan todo el fondo del cuadro entrañan una amplia gama y tonos de verdes, brillantes o apagados, que se extienden entre los grises celestes y brillantes del agua de la ría y el cielo acerado más luminoso que en los paisajes de Vázquez Díaz. La pintura de Deusto presenta unos verdes más calientes, dorados, que anuncian los paisajes que Botí pintaría más tarde en Castilla, algunos expuestos aquí.

Campos de Castilla (1955), La Casa de Campo (1960) y Paisaje de Madrid (1942) son pinturas evolucionadas hacia un tratamiento más sintético, con variados tonos apastelados que se difuminan en unas atmósferas transparentes y limpias, alejadas ya de los grises vascos. En las vistas de la Casa de Campo madrileña se insiste en el ingenuismo algo naif en el uso de los colores, marcando nítidamente los perfiles de cada motivo: monte, casa, árbol, campo, etc.,... De 1942, Paisaje de Vallecas, también incluido en este catálogo, es una pintura de gran interés, en la que las líneas curvas, de gran valentía de ejecución para dibujar los campos y el río, que sirven de soporte a un caserío presentado en dos planos, coloreado el más bajo y difuminado en el horizonte el que ocupa la parte superior: nos encontramos ante una obra maestra.

Esta obra es una cumbre en la que se culmina la maestría que algún autor veía ya en las obras de juventud de Rafael Botí: «En estos primeros contactos con el público», dice Antolín, «en su obra apuntan ya unas líneas creadoras que se irán enriqueciendo a lo largo de los años, La composición es firme, fruto de los detenidos estudios que había realizado en Córdoba y en Madrid bajo el magisterio de Vázquez Díaz, y en el manejo difícil de las gamas cromáticas demuestra unos conocimientos poco comunes».

Una mención especial merece gran parte de las obras expuestas en esta muestra. Me refiero a cómo el pintor de Córdoba se ha enfrentado con la naturaleza más inmediata –flores silvestres, arbustos, plantas domésticas, árboles–, que ha ido descubriendo y pintando a lo largo de todo su itinerario biográfico: Córdoba, Madrid, sus alrededores y su sierra; el País Vasco y el Cantábrico, La Mancha y el Mediterráneo. Más de cuarenta cuadros encontramos en esta exposición cordobesa, en los que Botí ha resuelto de mil maneras diferentes los tonos de verde de la naturaleza, acreditándose como nuestro pintor contemporáneo de la flora de España. De la Sierra de Córdoba, de 1922 y hoy en el Museo Nacional Reina Sofía, hasta Flores de 1991, Rafael Botí nos ofrece una visión personal y variadísima de los verdes de la naturaleza. El paisaje cordobés está lleno de rojos, rosas, amarillos y verdes dorados bajo un cielo plomizo matizado de colores; paisaje abierto, conseguido a base de una técnica un tanto puntillista emparentada con Regoyos. Las Flores de 1991 constituyen un verdadero ensayo de colores: manchas amarillas, malvas, verdes diversos entremezclados de azules y celestes. Una pintura de gabinete, en la que el pintor, a sus noventa y un años, se atreve con estudios de color con los colores recordados y la técnica depurada de tantos años de pintor.

Los cipreses, de 1922, pintado en Córdoba; Casa de la calle de Santiago, Córdoba, 1920; El árbol blanco, Retiro de Madrid, 1925, y EI árbol rosa, Jardín Botánico de Madrid, 1928, son otros tantos juegos de color, con evidentes ecos de los gustos impresionistas y con las insinuaciones técnicas de Regoyos ya señaladas y que Francisco Alcántara veía ya en 1927: «Rafael Botí es el caso todavía excepcional entre nosotros de pintor moderno, muy joven, con técnica muy del día y valientemente orientada hacia el futuro... En una ocasión, y en asunto costero del Cantábrico, Botí recuerda dignamente, o sea en espíritu, al gran Regoyos».

Con lo que venimos diciendo, en estos cuadros dedicados al mundo vegetal, Botí se nos presenta como un campeón del más variado cromatismo: toda su obra es un empeño continuado por dominar el colorido ante cualquier lugar y tema, especialmente ante la flora natural. Esta preocupación por el color es para el crítico Antonio Morales una muestra constante de la obra de Botí: «Artista de vigoroso cromatismo, que utiliza abundantemente la materia para robustecer la presencia del trazo y de la mancha, se siente especialmente sensibilizado ante el paisaje. Sus cuadros son, en ese sentido, una verdadera eclosión de colores, densos y equilibrados, majestuosos y seguros, donde no hay arbitrariedad ni desajuste».

Con este cromatismo vigoroso y la diafanidad de su pintura, preñada de ingenuidad estética, el pintor nos da testimonio de su modo de ser y de sentir el arte. Nunca fue un simple copista de la naturaleza; si no, no hubiera hecho una obra grande, como decía Sir J. Reynolds, el gran pintor inglés; más bien hizo suya aquella sentencia de Leonardo da Vinci: la pintura es una poesía que se ve y no se oye. Tal es la obra de Rafael Botí.

DEL PRÓLOGO DEL LIBRO RAFAEL BOTÍ. CÓRDOBA 1900 – MADRID 1995 (1997).

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para el correcto funcionamiento del sitio y generar estadísticas de uso.
Al continuar con la navegación entendemos que da su consentimiento a nuestra política de cookies.
Continuar