Prefacio
Por las circunstancias de su biografía la figura del cordobés Rafael Botí recorre todo el curso del arte español del siglo XX. A su vez, el hecho de que la historia de ese siglo esté partida en dos por la Guerra Civil de 1936 define la naturaleza asimétrica del díptico en el que se inscribe la andadura de este artista.
Desde su primera formación en Córdoba bajo el magisterio de Julio Romero de Torres hasta la explosión del conflicto bélico, Rafael Botí es un artista cuya ejecutoria se entreteje en momentos muy importantes del intenso proceso de la renovación artística española. Por el contrario, en la segunda parte de su vida, el pintor va a moverse casi exclusivamente en los parajes de un mundo interior, donde percepción del presente y vigencia de la memoria se alean sobre el territorio de un lenguaje invariablemente fiel a sus propios presupuestos.
Bastaría con detenerse en algunos cuadros de Rafael Botí para ver ilustrados con elocuencia los perfiles de tal situación. Así, por ejemplo, Alcornoques de la sierra de Córdoba (1922), Jardín Botánico (1923) o Fuente Goiri (1925) señalan cómo su vocación plástica, que abraza todavía los restos del decadentismo de fin de siglo, se va enfilando poco a poco hacia la potencia expresiva de una autonomía cromática atenta ya a estéticas pictóricamente más puras como la nabi o la fauve.
En cambio, Estación de Atocha (1925) es un claro exponente de su implicación en esa lúcida sensibilidad, urbana y a la vez suburbial, asentada en la situación de arranque de nuestra vanguardia histórica. Con ello Botí participa de la conciencia crítica con la que, por las mismas fechas, artistas como Barradas, Maroto, Alberto, Palencia, Maruja Mallo, Tejada o un jovencísimo Dalí buscaban imbricar el proceso de modernización artística en nuestra realidad histórica concreta. Complementariamente a lo anterior, el Bodegón de los papeles (1928) confirma que esa generación renovadora también tuvo la aspiración de entroncar su actividad con las corrientes que en ese momento definían la modernidad en la escena internacional.
En una obra tan significativa como El canal de Fuenterrabía (1926), por citar sólo la punta del iceberg de un brillante capítulo de su producción, se detecta hasta qué punto el magisterio de Vázquez Díaz ha ido inclinando a Botí hacia el sentido constructivo de la forma. Un camino que, sin embargo, no renuncia al equilibrio que procura la tradición clásica. Y hoy sabemos que esto último fue una pieza fundamental del discurso de la modernidad, como también que ese geometrismo sosegado supuso el centro de gravedad estética de la renovación plástica española de los años veinte.
A diferencia de lo que ocurrió en otros artistas de su tiempo, el horror que produjo la Guerra Civil en Botí se muestra a través de la placidez isleña y melancólica de Patio manchego (1938). Pero, a continuación, la sórdida miseria de la posguerra asoma sin demasiados paliativos en obras como Paisanaje de Madrid (1942) o Ventorro del arroyo del Abroñigal (1942).
Es a partir de este momento cuando se abre esa segunda hoja del díptico a que nos hemos referido, definida por el ensimismamiento pictórico. Paseo junto al Jardín Botánico (1970) o Fuente del olivo (1973) son cuadros capaces de retrotraernos a una sensibilidad muy próxima a la que Botí desplegaba a principios de los años veinte. A cambio, una obra como Campos de Castilla (1955) indica cómo en la pintura de Botí se entrevera a veces la voluntad de mirar el mundo en términos estéticos propios del momento que estaba viviendo.
Consecuentemente al pulso que se detecta en su obra, la presencia del artista en la cadena de acontecimientos que organizan la historia y la estructura de nuestra modernidad artística se concentra fundamentalmente en la primera mitad del siglo XX.
Botí fue uno de los participantes en el madrileño Primer Salón de los Independientes, inaugurado el 30 de noviembre de 1929 en el Salón de El Heraldo de Madrid, que se agrupaba a artistas como Cobo Barquera, Insúa, Arronte, Servando del Pilar, Isaías Díaz, Félix de Torre, Ponce de León, Pablo Zelaya, Díaz Caneja y López-Obrero.
Igualmente, el pintor concurrió a otros tres importantes hitos del proceso de modernización del arte español que por esas fechas tuvieron lugar en Granada: la Exposición Regional de Arte (XI-1929, Casa de los Tiros) y los dos Salones Permanentes de Arte Moderno (ambos celebrados también en la Casa de los Tiros, durante 1930).
En abril de 1931, la recién constituida Agrupación Gremial de Artistas Plásticos (AGAP) publicó en la prensa madrileña el famoso «Manifiesto dirigido a la opinión pública y a los poderes oficiales», en el que se exhortaba al nuevo Gobierno republicano para que arbitrase medidas modernizadoras en el orden artístico. Rafael Botí figuraba en la nómina de sus firmas, todas ellas muy significativas para nuestra renovación artística: Souto, Climent, Díaz Yepes, Pérez Mateo, Renau, Planes, Mateos, Moreno Villa, Santa Cruz, Isaías Díaz, Pelegrín, Servando del Pilar, Puyol, Barral, Winthuysen, Castedo, Masriera, F. Maura, Badía, Dieste, Almela, Colinas, Valiente, C. Gómez, y Rodríguez Luna.
Botí figuró también en otros tres importantes acontecimientos expositivos madrileños del periodo republicano. En una muestra organizada por la llamada Federación de las Artes (que no era otra que la propia AGAP transformada), en mayo de 1931 en la Biblioteca Nacional; exposición que reunió también obra de Planes, Pérez Mateos, Díaz Yepes, Cordón, Isaías Díaz, Castedo y Pelegrín. En una segunda edición de la muestra anterior (II Exposición de Pintura y Escultura, noviembre de 1931 en el Ateneo). E incluso en una tercera, en la que bajo el epígrafe «Nueva Federación de las Artes» (mayo de 1932, Museo de Arte Moderno) reaparece un grupo de artistas relacionado con las organizaciones antes mencionadas (Castedo, Climent, Isaías Díaz, Moreno Villa, Pelegrín, Servando del Pilar, Souto, Planes, Pérez Mateo, Díaz Yepes y Rodríguez Luna).
Así pues, en la trayectoria de Rafael Botí se alean y concatenan en el tiempo dos cualidades importantes en la vocación artística contemporánea. La voluntad de acompasar el arte con la Historia y la fidelidad del artista a los perfiles de su propia experiencia estética, entendida como lenguaje de relación con el mundo. Dos rasgos aparentemente contradictorios, pero sin los cuales el arte perdería su papel de función necesaria de la condición humana.
JAIME BRIHUEGA
Historiador del Arte
“En nuestra España, solo hay un pintor de la pureza de Botí: Ragoyos en sus pequeños paisajes franciscanos” DANIEL VÁZQUEZ DÍAZ